Triste y decepcionante meritocracia judicial

Alejandro De la Garza

Opinion

Opinión   Alejandro De la Garza

“Todos sabemos de lo incomprensible de ese lenguaje legaloide, diseñado casi específicamente para no ser entendido por el ciudadano de a pie o el denunciante común de algún delito, siempre sometido al abuso de esa jerga prepotente esgrimida con aire de superioridad moral e intelectual por el juez”.

El sino del escorpión cumplió hace eones los rituales formativos requeridos como estudiante de periodismo en la UNAM y, de igual forma, cubrió luego las expectativas laborales necesarias para desempeñarse como periodista. Con el tiempo, pudo incluso convertirse en columnista periódico de diversos medios. No obstante, el alacrán no es súbdito de la meritocracia ni cree en ella como panacea, riguroso camino de ascenso social, ni método clasista de validar el conocimiento adquirido. Por el contrario, el venenoso observa que la idea de la meritocracia ha sido falseada y cubierta con la máscara de la arrogancia y la soberbia (cuando no de clasismo) para ocultar su ignorancia e incapacidad.

Luego de este filosófico aserto, el escorpión va a probarlo: la pasarela de ministros y jueces asistentes a las discusiones sobre la reforma del poder judicial es reveladora y decepcionante. La mayoría de nuestros meritocráticos togados y embirretados no saben de historia, no conocen su país (más que como turistas de cinco estrellas), menos saben cuáles son las necesidades de la gente de a pie y no ven más allá de sus carísimas gafas (pagadas con dinero público). Protegen su estatus, sus intereses, sus salarios, su carrera y reputación meritocráticas y las ostentosas camionetas en las que se desplazan al súper, al doctor, al sastre, la modista y la “estética”. Tienen una meda docena de guaruras por birrete y hablan un abogañol fraguado intencionalmente para que nadie los entienda. Además, no leen nada que no sea lingua judicial positivista. En resumen, nuestros emblemáticos héroes meritocráticos lucen vetustos, dan pena y huelen a naftalina.

Son innumerables las anomalías, vicios, falencias y corrupciones dentro del que es el peor de los poderes en nuestro país, este Poder Judicial actual, tercero de los tres Poderes de la Unión establecidos en la Constitución. Si contrastamos los poderes Ejecutivo y Legislativo con este tercer poder, responsable fundamental de impartir justicia, perseguir el delito y proteger los derechos humanos, de inmediato observamos diferencias notables. Si bien el Ejecutivo y el Legislativo tienen lo suyo en materia de contubernios, enredos y “cola que les pisen”, sin duda el Poder Judicial de la Federación (junto con sus correspondientes en cada Estado), es el más tortuoso, elitista, laberíntico, opaco y soberbio. A nadie rinden cuentas jueces, magistrados, fiscales y ministerios públicos más que a ellos mismos y, encima, se consideran una casta superior tan autoritaria como intocable.

Todos sabemos de lo incomprensible de ese lenguaje legaloide, diseñado casi específicamente para no ser entendido por el ciudadano de a pie o el denunciante común de algún delito, siempre sometido al abuso de esa jerga prepotente esgrimida con aire de superioridad moral e intelectual por el juez, el ministerio público, el fiscal o los abogados. El ministro o el juez bien podrían decir al ciudadano en tono de Rey Sol: “El Estado soy yo, y si no entiendes, de cualquiera manera debes someterte porque soy la autoridad”.

El verdadero infierno es la negligencia de los MP en las circunstancias terribles de la desaparición de una mujer, de los feminicidios, homicidios dolosos y más. Ese viacrucis que viven el esposo indignado buscando a su esposa revictimizada por la autoridad, unos padres desesperados e impotentes exigiendo la búsqueda de su hija ante la indiferencia ofensiva de los ministerios, los jueces o las policías de investigación. Para el alacrán es claro: el Poder Judicial, las fiscalías, los tribunales, jueces y funcionarios integran un Poder colapsado desde hace años, con una imposibilidad crónica para abrir el número necesario de investigaciones y además incapaz de resolverlas.

Y con todo, reconocidos intelectuales y escritores (estos sí bien meritorios) nos vienen a decir que “el embate contra el Poder Judicial degrada el mérito profesional y amenaza con destruir el último bastión de la democracia”. Y abundan: “…en todos los países donde impone su ley, el populismo intenta envilecer el mérito profesional, restarle valor, o de ser posible, aniquilarlo por completo. El argumento esgrimido para justificar esa demolición es que el reconocimiento intelectual, académico o científico está viciado de origen porque lo dispensan las élites”.

Nuestros eméritos ignoran entonces datos duros obtenidos por las propias agencias de investigación de la “sociedad civil” financiadas por élites y grupos políticos golpistas: “En México, de cada 100 delitos que se cometen, solo 6.4 se denuncian; de cada 100 delitos que se denuncian, solo 14 se resuelven. Esto quiere decir que la probabilidad de que un delito cometido sea resuelto en nuestro país es tan solo de 0.9 por ciento. De este tamaño es la impunidad en México. A estas cifras responde la baja confianza que reportan los ciudadanos hacia los ministerios públicos, las procuradurías estatales y el sistema judicial, solo el 10.3 por ciento de las personas dice confiar mucho en estas instituciones”.

Y el venenoso no quiere hablar del nepotismo en este omnipotente poder (valga la redundancia) juzgador del poder Ejecutivo y el Legislativo. Todo el árbol genealógico de los ministros está empleado en sus oficinas. El alacrán lee cómo se reparten los favores: un ministro emplea a la sobrina de otro, que, a su vez, empleará a la hermana del primero y luego pedirán a otro seguir intercambiando puestos con disimulo. ¡Leñe!, diría Ricardo Garibay en su peculiar estilo, como si eso no se fuera a saber tarde o temprano. ¿Son tontos nuestros meritocráticos? No, son confiados e impunes.

Antes de irse, el escorpión quiere recordar la Constitución, donde señala que los nombramientos (pronto la elección) de los ministros deberán recaer preferentemente entre aquellas personas que hayan servido con eficiencia, capacidad y probidad en la impartición de justicia o que se hayan distinguido por su honorabilidad, competencia y antecedentes profesionales en el ejercicio de la actividad jurídica (a cuántos conoce el lector, porque pronto podrá votar por ellos). Luego del pretor urbano y el pretor peregrino, antecedentes de jueces en la Roma antigua, se llegó a la palabra iudex, que significa “juez” en latín, el encargado de decidir de forma objetiva e imparcial un conflicto sometido a su decisión (el venenoso se despide soltando el latinajo iudex para que lo entiendan los egresados de la Escuela Libre de Derecha).